Letras, Reflexiones

Fear is in the air: la IA llegó para quedarse

Imagen de 0fjd125gk87 en Pixabay

Esta semana estuve hablando con una colega editora y correctora. Ella es más jovencita que yo, pero opina con mucho criterio… y desazón, igual que yo.

Ambas estamos tristes de ver cómo el mundo se desdibuja ante nuestros ojos.

Nosotras, que alguna vez tuvimos la ilusión de dedicarnos a aquello que nos apasionaba, nos hemos estrellado de golpe —como muchos de nuestra generación— con un mundo cambiante que no nos da la oportunidad de asimilar lo que está pasando cuando ya está cambiando de nuevo.

Ahora se trata de la inteligencia artificial (IA)…

Muchos nos dicen que no hay nada que temer, que fue lo mismo que pasó con la producción en masa —a inicios del siglo XX— o con la llegada del computador —en los 70— o del internet —en los 90—.

Pero no es así, señores: la IA no es ni medianamente parecido a algo que hayamos vivido antes como especie.

En cuestión de meses, esta se ha metido tanto en nuestras prácticas del día a día que da miedo porque muchos ni queremos implementarla ni estamos preparados para delegar a una máquina procesos que antes confiábamos a nuestro conocimiento, experiencia y criterio.

Lo que más risa me da es que no han faltado los listillos que vieron en esta situación una oportunidad para vender prompts —o indicaciones—. Esto con el fin de que podamos alimentar a las máquinas con input de calidad y así permitirles aprender más hasta que un día nos controlen.

Son los mismos que insisten en que la IA nos ahorrará tiempo.

Yo me pregunto: «¿tiempo para qué?».

¿Para supuestamente desconectar y dedicarnos a hacer lo que nos gusta y a compatir con las personas que queremos?

Mentira.

Cuando tenemos tiempo seguimos pegados a las pantallas y llenamos nuestra mente con contenidos basura que abundan en este mundo hipersaturado de todo.

Nos la pasamos en la cama viendo el mar interminable de series y peliculas que nos ofrece Netflix.

Hacemos labores domésticas mientras escuchamos podcasts en Spotify y pensamos que así nos volveremos más cultos.

O mírenme a mí: para poder compartir mi opinión con ustedes, me he visto obligada a estar casi tres horas sentada en mi escritorio, frente al computador, escribiendo en un blog. (Mi motivación es lograr que este mensaje llegue a otros que piensan como yo, pero soy consciente de que, hace unos años, no necesitaba de esto. Solo espero no estar perdiendo el tiempo…).

Otra forma de gastar usar las horas libres es estar pegados a YouTube, TikTok o Instagram viendo videos creados por gente que ahora llamamos «creadores de contenido» y que, al final, solo quiere vendernos sus dichosos infoproductos.

Porque esa es la moda ahora: infoproductos. Y se vuelve peor conforme la economía se complica…

Si no me crees, solo piensa en cuántas personas están intentando crearte una necesidad para obtener tu dinero a cambio. Apuesto a que son más de 5, 10… Lo peor es que les funciona. Y todo se basa en el cuento de encontrar un nicho muy particular. Como quien dice, trabajamos para sostenerles a otros la vida de rey o reina hasta que somos nosotros mismos quienes decidimos entrar en la onda y volvernos infoproductores.

En este punto, no sé si es real aquello de que solo el 1% de las personas en el mundo crea contenido. La verdad, me parece que esa cifra se ha quedado desactualizada desde hace mucho…

Por supuesto, quienes marcaron la parada han logrado varias cosas: se han vuelto famosos, han creado una comunidad que los respalda, tienen su(s) casa(s), han creado empresa, viajan, invierten, han escrito libros, dictan formaciones, son invitados a eventos, se dan la gran vida, etc.

Algunos ofrecen contenido de valor, desde luego, pero otros solo ventilan su vida privada. Lo triste es que para ambos hay público, y eso solo significa una cosa: así como hay gente ávida de aprender, son muchos —no sé si más— los que se divierten a punta de chisme, chistes malos y hasta vulgaridades.

En definitiva, somos una sociedad que, en vez de evolucionar, involuciona. Es el mito del progreso.

¿O es que acaso es normal que, después de guerras y pandemias en las que murió infinidad de gente, volviéramos a vivir un evento catastrófico que mató a 15 millones de personas —0,19% de la población total en 2019—?

¿Es normal también que unos pocos se empeñen en crear guerras que solo agravan la brecha entre ricos y pobres, provocan el desplazamiento forzado y llevan a que exista gente infeliz que engendrará personas con decenas de traumas?

¿Y acaso es normal y hasta «emocionante» —así nos lo quieren vender— que haya robots dispuestos a reemplazarnos ayudarnos como si nuestro conocimiento y experiencia no sirvieran de nada?

¿Nadie se da cuenta de que la tecnología no ha salvado vidas, sino que ha generado muerte, caos y destrucción?

¿Qué cambiaría entonces con la IA?

Nada.

Estoy segura de que muchos están siendo más optimistas con la IA de lo que deberían. Quienes se muestran seguros es porque necesitan convencernos —y de paso convencerse a ellos mismos— de que esta no les quitará el trabajo. Ya los veré cuando empiecen a garbatear…

Aceptémoslo: todos tenemos miedo.

No nos han dado más opción que agachar la cabeza y doblegarnos ante las decisiones tomadas por unos pocos que ya tienen la vida resuelta —o al menos, más que la mayoría—.

Afortunados los que pudieron dedicarse a lo que querían en la vida y que, en estos momentos, están cerca de jubilarse y pudieron hacerse a sus cosas. Los de mi generación no la han tenido fácil.

Y no, no quiero que suene a derrota, a justificación, pero es la pura verdad.

La IA no es un aliado que quiere hacernos la vida más fácil; lo que busca es reemplazarnos. Otra cosa es que insistamos en no ver lo evidente…

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